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  El runa uturungo
 
EL RUNA UTURUNGO
              Contaba Javier, con esa sencilla elocuencia con que lo hacen los hombres de campo, cuando comentan las tareas rurales o episodios de la vida montaráz. “A cuatro días de camino, más allá de las costas del Salado, internábansen en los bosques en busca de pieles, miel y cera, los rústicos habitantes de los bañados saladinos. Llevaban para su precario sostén, nada mas que sus chifles llenos de agua, un poco de charqui molido y harina de maíz tostado. Contaban con “las yacas”, que son depósitos de agua de lluvia, en los huecos de los árboles o en las horquetas de los cardones, denunciados a sus ojos avisados, por ser abrevadero de las abejas.
              Iban siempre en parejas aunque generalmente se distanciaban uno de otro, pero manteniendo el campamento en común, donde dejaban sus cabalgaduras, aperaje y el acopio de miel y cueros.
              Para no extraviarse fijaban alguna seña y continuamente daban fuertes alaridos o toques de cuerno, que en la soledad de los bosques resonaban a gran distancia. Temían al Ckaparilo, voz misteriosa que a veces los engañaba imitando los gritos y hasta remedando los golpes del hacha; también el Sachayoj, especie de duende barbudo que rondaba meleando y los despojaba de la cosecha, según el decir de viejos meleros que lo conocieron.
              Uno de nuestros meleros se internó muy lejos, siguiendo el rumbo de las abejas. Lo sorprendió la noche, cuando ya se avistaba una tormenta por el sud. Púsose en camino; pero a poco, el viento empezó a sacudir las ramas con fiereza y negras nubes encapotaron el cielo. Apresuró su paso, pero las sombras y el castigo de las ramas impulsadas por el vendabal, no le permitían moverse con rapidez. Se sucedían los truenos en tropel fragoso y los relámpagos lo enceguecieron, al extremo de que por un momento, pensó en guarecerse en el primer hueco que encontrara. Gigantescos ramales de fuego se alzaban sobre el monte. Un chisporroteo anaranjado, azul y rojo y de mil formas cambiantes, parecía incendiar el ramaje. El chasquido seco de los truenos, quebrándose en abanicos luminosos, descubrió a su vista un abra, en medio de la cual, se destacaban dos grandes quebrachos colorados. Pasó bajo de ellos, y con súbito temor, envolvió el filo del hacha con su pequeña manta.
 
EL RESPLANDOR
              Apenas se había distanciado unos metros, cuando un estruendo seguido de un resplandor rojizo, lo arrojó al suelo. Solo atinó a levantarse y huir. Los quebrachales yacían despedazados por el rayo. Un nuevo ralámpago iluminó la cercana ceja del monte y, en ella, las formas de una choza, semioculta en el ramaje. Un miedo cerval le empujó a su puerta. Mudo, penetró en ella, advirtiendo a los pantallazos de luz, que estaba desierta. Era amplia, y a su derecha, había mucha leña acumulada. Arrojó tras éstas su maleta, su hacha y se agazapó en un rincón sombrío. La lluvia castigaba con furia los flancos de la cabaña y gruesas piedras rebotaban en la pared de troncos, extendiendo con su retumbo, un tropel enloquecido de baguales en fuga. De pronto, el cercano bramido de un tigre le alertó. No se le ocurriría a la fiera, entrar en la choza? Acomodó el hacha a mano y alistó su cuchillo de monte. Otro rugido tremendo y la figura de un enorme tigre se presentó a la puerta. Sacudió sus lomos y arrojándole al suelo, se revolcó ágilmente. Entonces el asombro del melero, se encendió como el relámpago. Al contraluz, sobre el vano de la puerta, levantóse desnuda la figura de un indio, de brutal contextura. Sacudió el cuero y lo colgó de un gancho, junto a la puerta, de la parte inferior.
              Ante sí, tenía al temido runa – uturungo que tango le habían mentado. Un extraño frío le recorrió el cuerpo. El runa se sentó en cuclillas, frente a la puerta, a contemplar la tormenta. Sus anchas y musculosas espaldas brillaban con reflejos metálicos a cada golpe de luz, destacándose en su perfil siniestro: los brazos robustos, las piernas poderosas, las caderas ceñidas y casi rozando el suelo, pendientes los aditamentos sexuales., como los de un chivo salvaje. La ocasión era propicia, pero un gaucho no ataca por la espalda. Estaba desarmado el indio y su código de hombre guapo no le permitía pegar de callado. Se irguió lentamente y se acercó cauteloso con intención de apercibirlo, tocándole de abajo, para desconcertarlo con la sorpresa. En este preciso instante el runa totalmente centrado en la tormenta exclamó: “Como llueve pa’lau mis pagos”. “De veras, che”, díjole el melero, palmeándolo por abajo, y ante de que terminara de levantarse, le sacudió un recio planazo sobre las sienes. El runa se tambaleó aturdido, pero comprendió que le habían ganado el lado de la piel y dando un alarido espantoso, se hundió de un salto en las sombras.
              A la luz espaciada de los relámpagos, el melero vio al indio huir despavorido, saltando sobre los retoños del abra. Nuestro hombre quedó un momento en suspenso. La cabaña era suya; la había ganado, pero debía quedarse allí? Decidido descolgó la piel sedosa y la dobló, escondiéndola en su zurrón de cuero. Había amainado la lluvia y el viento no daba ya, esos aletazos formidables que hacían temblar el rancho. Le pareció que había pasado muchas horas dentro de ese albergue y resolvió marcharse. Levantó sus enseres de caza, sus chifles, su hacha y salió.
              Se detuvo un instante para orientarse. Debía seguir de cara al viento. En la claridad vio las ramas peladas y supuso la selva desvastada por la piedra.
              Había escampado el cielo y apenas se veían los claros del monte por donde marchaba tropezando en ramas y hojarascas. Caminó mucho tiempo sin detenerse; de pronto advirtió que estaba dentro de un monte de itines, donde tenía su campamento.
              Palpó su zurrón de cuero con marcado temor. El cuero del runa – uturungo había desaparecido.

Cristóforo Juárez fue maestro de campo en el interior de la provincia de Santiago del Estero y escritor. El presente relato pertenece a su libro “Llajtay”
 
 
   
 
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